domingo, 11 de septiembre de 2011

Defensa de La leyenda del rey errante, Laura Gallego


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Defensa de  La leyenda del rey errante” de Laura Gallego.

 Nada tiene que envidiar esta joven escritora, a otros escritores más serios, adultos o “experimentados” en los vericuetos de la escritura. Ella es una narradora nata, y si se le pregunta cuál es su secreto, la respuesta suele ser siempre la misma: se toma su trabajo muy en serio y no comienza un proyecto hasta que no tiene todos los cabos bien atados. Ha sido esa constancia la que le ha llevado al éxito, y no una ínsula extraña regalada por el prestidigitador de turno. Ella lo cuenta con naturalidad: la escritura puede ser un don, pero la imaginación es un músculo que hay que ejercitar, si no queremos que las musas se desorienten y nos jueguen una mala pasada. Y de hecho, aunque sorprenda a más de uno, sus fans se cuentan por millones: millones de adolescentes enganchados a sus historias, asistiendo a cada uno de los actos, consultando su blog para enterarse de cuál es su siguiente paso, qué novela está escribiendo, si va a escribir una cuarta de Memorias de Idhún, o cuándo va a visitar su ciudad para poder conseguir el autógrafo ansiado, esa piedra preciosa que enseñará a sus amigos con orgullo.

Para los profesores de Literatura esto es fantástico.  Laura Gallego se ha convertido en una mano amiga que estrechamos con afabilidad, con el entusiasmo del que sabe que recomendar sus libros suele ser una apuesta segura, una carta que escogemos con entusiasmo y que lanzamos a la clase, convencidos de su respuesta. María –por ejemplo- (por si alguien no lo sabe, María es mi hija y tiene 17  años) tiene casi todos sus libros y dentro de poco tendré que hacerle una nueva estantería para albergar los que va comprándose, en cada nuevo cumpleaños, en cada nueva visita a la librería. Es muy gratificante cuando descubres a tu hija atrapada en ese país de los sueños, con los ojos idos, puede estar a tu lado y sin embargo, apenas te reconoce, ha sido atrapada, secuestrada por la fantasía.

Lo cierto es que yo también me he dejado atrapar y he devorado “La leyenda del Rey Errante”, libro que obtuvo el Barco de Barco de Vapor, en el 2002. Un libro que te engancha de la primera a la última de sus páginas. Y te engancha, no sólo por la historia en sí (el periplo personal de un príncipe, demasiado pagado consigo mismo, que comete el error de arruinar la vida de un hombre sencillo y que, cuando comprende su error, se ve impelido a repararlo), sino también por el modo cómo se narra: por la sencillez y naturalidad con la que se va estirando del hilo, sin que nos sintamos desorientados o cansados. Laura consigue que sigamos al personaje hasta las mismísimas fauces de la muerte, sin que alcemos los ojos, sin perturbar en ningún momento nuestro silencio, auscultando el alma de cada uno de sus personajes y consiguiendo que crezcan a medida que avanzan los acontecimientos.

La novela comienza con el relato del error cometido, la semilla de la ira: el príncipe, Walid (personaje inspirado en el peta Imru´l Qays), comete el pecado de soberbia de los prepotentes; como afamado poeta de su corte, le pide a su padre asistir al concurso de casidas de Ukaz, sabe que si lo gana su nombre pasará a la leyenda y será escrito con letras de oro. Pero el rey es sabio y no quiere que su hijo sufra una amarga decepción; sólo si vence en su ciudad, podrá asistir al certamen. Deberá pues  demostrarles a todos sus súbditos que es digno de asistir a un concurso de esas características, que no es el capricho de un insensato. Dos veces es vencido por el humilde Hammad, un tejedor de alfombra, capaz de conmocionar al mismísimo al-Nabiga al-Dubyani, que preside el jurado. Pero no se amilana, decide convocarlo otra vez. Aconsejado por la lengua viperina de su rawi, añade a la recompensa, un cargo envenenado, capaz de obcecar a un hombre al consumirlo en una jaula de oro, de la que no podrá escapar.

Cuando el tejedor acude a recoger su premio, se disculpa con humildad; postrado ante el rey y el joven príncipe, rechaza la oferta, alegando no ser digno de tal honor: no puede ser el historiador del reino porque no sabe leer, no está capacitado para ejercer ese cargo. Pero la daga envenenada ya está clavada, y no puede rechazar la oferta sin causar agravio a su rey; el rechazo sería un insulto, no puede negarse. Walid, aunque descorazonado por la derrota, asume ahora un nuevo reto: su única obsesión es destruir a ese hombre, aplastarle para que no pueda nunca más afrentar su orgullo. Se siente feliz porque ha encerrado al incauto tejedor en su propio palacio, nunca más podrá arrebatarle la gloria. El pobre Hammad, ofuscado,  ruega a su esposa e hijo que vuelvan con los suyos. Sólo él cargará con el peso de su trabajo, con la esperanza de borrar de su vida la mancha de su desgracia, la ira del prepotente príncipe.

La historia sigue un orden ascendente. Primero, nos muestra hasta qué punto un hombre puede luchar contra la tiranía. Su dedicación es encomiable, se dedica tanto a su trabajo que parece ido, enfrascado en una locura que ya es irremediable. Sin embargo,  cuando abraza el triunfo, cuando siente el estallido de la libertad en la palma de su mano, es cuando recibe el espaldarazo definitivo; la nueva misión que se le encomienda es irrealizable: tejer una alfombra con toda la historia de la humanidad. Siente que su cuerpo desfallece, incluso, alterado por la locura, intenta agredir al príncipe. Pero no lo consigue, sólo le queda su propia resolución, su inquebrantable fortaleza para acometer la empresa, una fuerza sobrehumana que le alienta, gracias a la colaboración de los djinns del desierto. Y cuando perece y Walid descubre el milagro, la maravillosa alfombra, capaz de atrapar el alma de un hombre en las redes de lo desconocido, sabe que debe encerrarla, como un manjar prohibido que ni siquiera él pueda paladear.

Su padre muere y las insidias se cuelan por los resquicios de un reino que se desmorona. El príncipe ha perdido el rumbo, lo que facilita el acceso a los buitres como Hakim. Él pretende causar la desgracia del visir, pero en un momento de lucidez, el rey entiende y lo humilla con el destierro. Hakim se convierte en el antagonista y, auspiciado por la oscuridad de la noche, vuelve a palacio acompañado para robar el tesoro. En su lugar, le arrebata la alfombra de la discordia, la que forjó un loco infeliz.

Es ese el momento clave, álgido de la historia, cuando el terror se apodera del alma de Walid y sabe que no volverá a despertarse en paz hasta que no recupere lo que le han arrebatado a traición. El rey parte enloquecido y todo lo que había sido construido se diluye, se esfuma y destruye: el mundo que había conocido hasta entonces desaparece. Y el príncipe vaga en busca de su identidad perdida, arañando en cada una de las nuevas acometidas de su destino, recuperando poco a poco su autoestima. A veces desfallece; otras, se siente como un prisionero de otro ser que ha olvidado su promesa, salta hacia el vacío y luego retrocede, se para y se pregunta por qué es una marioneta movida por fuerzas inexpugnables que no comprende.

Pero el destino se encarga de recordarle su misión, en cada hombre que lo acoge como un hermano, reconoce la mirada aterradora del tejedor de alfombras: cada uno de esos hombres, le entrega el corazón sin saber quién ha llamado a su puerta. Poco a poco él mismo va forjando esa casida perfecta en su mente, la va hollando gracias al trayecto de su vida. Siente el desierto en la epidermis, el amor profundo hacia una mujer, la fraternidad hacia aquellos que le abren la llave de su alma sin pedir nada a cambio. Y cuando al fin consigue la alfombra y cree que su misión es destruirla, puesto que la alfombra ha arruinado la vida de todos las que la han mirado, la fuerza del desierto se topa en su camino: aquellos que han perecido eran hombres indignos, incapaces de comprender el valor del conocimiento. Lo importante no es lo que uno mira, sino con qué ojos lo mira. Ahora el príncipe ha crecido, ha adquirido la sabiduría necesaria para atesorar los secretos de la alfombra. Ahora es el momento de iniciar un nuevo trayecto: ya ha expirado su culpa y es un hombre nuevo. Tal vez le haya llegado el momento de construir la ansiada casida perfecta y ganar el concurso, y entonces sí, su nombre será colgado entre los velos del templo de Kaaba, porque ahora ya no sea ese joven engreído y arrogante, que se creía capaz de engañar a un humilde tejedor de alfombra, sino un hombre fortalecido, humilde, generoso y desprendido, que ha sido capaz de vencerse a sí mismo, ensanchando su corazón hasta adquirir la sabiduría necesaria para ofrendar su alma a aquellos, cuya estela había forjado con la sangre de su ignominia.

Laura Gallego vuelve a sorprender al lector y le sorprende con la humildad de sus palabras: un lenguaje sencillo, claro y preciso, pero que ahonda en cada matiz con una seguridad asombrosa. Nos muestra el desierto únicamente descorchando la autenticidad de aquellos que alberga; nos describe la belleza de una casida y el motivo de la derrota del príncipe, en un pasmo, sin que todavía hayamos salido del asombro, sin alambicamientos. La fuerza de la historia se forja desde su propio inicio: con la “muerte” del protagonista y continua sin desfallecer hacia atrás, hacia los recuerdos.

Una historia bien trabajada, con unos personajes que crecen al calor de los acontecimientos, con una clarividencia que encaja a la perfección con el ritmo de los acontecimientos; una novela que bebe de fuentes muy bien documentadas y cuyo apéndice se presta a un trabajo posterior, abre una nueva puerta, porque un profesor inteligente puede estirar del hilo y embaucar a sus alumnos en la lectura de esa poesía que sale de lo más profundo del corazón. Sin duda un libro que se presta al juego, que alecciona al lector sin necesidad de aburrirlo con falsas elocuencias, un libro que no te deja indiferente ni exhausto, sino con la miel en los labios, con el deseo de penetrar otra vez en su lectura.

Aghata.

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