domingo, 9 de octubre de 2011

Gente paseándose por Berverly Hill

                                   Juan Frechina Mínguez

Gente paseándose por Beverly Hill

Gente paseándose por Beverly Hill, obsesos de su fetichismo, encajonados en sus dirigibles de cristal. Sus ojos televisivos capean por el mundo como telenovelas imperfectas. Evolucionan, evolucionan, evolucionan…. Sus vidas son dirigidas por mechas que sueltan sus puños a diestro y siniestro. Son teledirigidos contra el enemigo, esos búfalos que se mueven como hormiguitas y trabajan, trabajan, trabajan aunque desconozcan el techo en el que se cobijarán, el barro que cocinará sus vidas, el suelo que agrietará sus pies, el golpe que ahogará sus sueños.

viernes, 7 de octubre de 2011

El carrusel de los sueños

                             Juan Frechina Minguez

El carrusel de los sueños
He soñado tantas veces este momento, y nunca de la forma en que ha pasado. Te tengo delante, estás ahí en el mismo sitio que hace dos años. No sé qué hacer. Puedo salir corriendo o enfrentarme a mi dolor. 
Después del accidente cerré esa etapa de mi vida. No puedo evitar ver sus ojos a través de los tuyos. Tampoco puedo evitar este reencuentro, verte aquí, en el mismo lugar, como si la catarata del tiempo se despegase y me golpease con los nudillos.
No debería salir huyendo, ni siquiera debería sentir el ruido de la culpa, como un martillo. Qué triste, pienso. Mientras él iba a por mí, tú te liabas con ella. No te importó engañarme y ahora resulta inútil cualquier reproche, aunque sienta la furia de la herida. Yo tendría que haber estado en su lugar… Yo y no ella. No sé cómo has podido dormir o comer, sin sentir la arena movediza de mi sufrimiento.
Pero no pienso salir corriendo, óyeme bien. La escapada no es una opción. Tampoco es una opción hurgar en un tiempo que no puedes devolverme. Tu aliento ahora es un brazo mecánico que chispea cenizas, cuando cierro los ojos.
¿Aún lo sientes? ¿El ácido sulfúrico quemando su garganta? Yo sí. Yo todavía oigo esa risa. Yo, que tenía que contárselo. Me embozo delante de esa casa. Me gustaría que todo volviera a ser como antes. El tiempo adquiere la fuerza de un titán. Todos los recuerdos se anudan a mi cordón umbilical.
¿Dónde estás, Claudia? Sigues sin poder verme; no te culpo… es normal. No es fácil atravesar tu mirada con los rayos X de mi ira. No es fácil que arrastres tus pies, ahora que todo está deshabitado.


 El comedor huele, el cuarto de baño siente, el dormitorio escucha. Todo late. Y ese maldito charco de sangre proviene sin duda de mis pensamientos, del desaliento. Abro la puerta del infierno. Allí está ella. Después de su desaparición, me resultó muy fácil expulsar los demonios.  Cuando te desboques será muy fácil expulsar el fantasma de los celos. 

lunes, 3 de octubre de 2011

Tiempo que corre intrascendente

                                                        Juan Frechina Mínguez

Tiempo que corre intrascendente.
Milésimas de segundo en los recortes de mi vida.
Pinto fugaz, tantos tiempos pretéritos
de gloria, de amantes que se fueron sin piedad
dejando mis pies llenos de barro
y sueños que se llevaron otros sueños
al desfiladero de los recuerdos.
¡Ah, me caigo!
El tiempo me devora. Una araña
ha atrapado mis tentáculos y ha parado
la vida. No siento nada.
Todo me parece sumar días a la indiferencia.
¿Dónde está el reloj?
Quiero que sus saetas salten mis venas.
Una vitalidad de cometa y tinieblas.

El reloj se volvió loco.
¡Ah, me caigo! Es el estrés.
Parece que vaya a disolverme en mil pedazos.
Corre veloz, intensamente…
Pasan los días y los sueños.
Se multiplican sueños y recuerdos
y sigo viendo sus ojos.

Esa muñeca a la que diste cuerda.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Defensa de La leyenda del rey errante, Laura Gallego


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Defensa de  La leyenda del rey errante” de Laura Gallego.

 Nada tiene que envidiar esta joven escritora, a otros escritores más serios, adultos o “experimentados” en los vericuetos de la escritura. Ella es una narradora nata, y si se le pregunta cuál es su secreto, la respuesta suele ser siempre la misma: se toma su trabajo muy en serio y no comienza un proyecto hasta que no tiene todos los cabos bien atados. Ha sido esa constancia la que le ha llevado al éxito, y no una ínsula extraña regalada por el prestidigitador de turno. Ella lo cuenta con naturalidad: la escritura puede ser un don, pero la imaginación es un músculo que hay que ejercitar, si no queremos que las musas se desorienten y nos jueguen una mala pasada. Y de hecho, aunque sorprenda a más de uno, sus fans se cuentan por millones: millones de adolescentes enganchados a sus historias, asistiendo a cada uno de los actos, consultando su blog para enterarse de cuál es su siguiente paso, qué novela está escribiendo, si va a escribir una cuarta de Memorias de Idhún, o cuándo va a visitar su ciudad para poder conseguir el autógrafo ansiado, esa piedra preciosa que enseñará a sus amigos con orgullo.

Para los profesores de Literatura esto es fantástico.  Laura Gallego se ha convertido en una mano amiga que estrechamos con afabilidad, con el entusiasmo del que sabe que recomendar sus libros suele ser una apuesta segura, una carta que escogemos con entusiasmo y que lanzamos a la clase, convencidos de su respuesta. María –por ejemplo- (por si alguien no lo sabe, María es mi hija y tiene 17  años) tiene casi todos sus libros y dentro de poco tendré que hacerle una nueva estantería para albergar los que va comprándose, en cada nuevo cumpleaños, en cada nueva visita a la librería. Es muy gratificante cuando descubres a tu hija atrapada en ese país de los sueños, con los ojos idos, puede estar a tu lado y sin embargo, apenas te reconoce, ha sido atrapada, secuestrada por la fantasía.

Lo cierto es que yo también me he dejado atrapar y he devorado “La leyenda del Rey Errante”, libro que obtuvo el Barco de Barco de Vapor, en el 2002. Un libro que te engancha de la primera a la última de sus páginas. Y te engancha, no sólo por la historia en sí (el periplo personal de un príncipe, demasiado pagado consigo mismo, que comete el error de arruinar la vida de un hombre sencillo y que, cuando comprende su error, se ve impelido a repararlo), sino también por el modo cómo se narra: por la sencillez y naturalidad con la que se va estirando del hilo, sin que nos sintamos desorientados o cansados. Laura consigue que sigamos al personaje hasta las mismísimas fauces de la muerte, sin que alcemos los ojos, sin perturbar en ningún momento nuestro silencio, auscultando el alma de cada uno de sus personajes y consiguiendo que crezcan a medida que avanzan los acontecimientos.

La novela comienza con el relato del error cometido, la semilla de la ira: el príncipe, Walid (personaje inspirado en el peta Imru´l Qays), comete el pecado de soberbia de los prepotentes; como afamado poeta de su corte, le pide a su padre asistir al concurso de casidas de Ukaz, sabe que si lo gana su nombre pasará a la leyenda y será escrito con letras de oro. Pero el rey es sabio y no quiere que su hijo sufra una amarga decepción; sólo si vence en su ciudad, podrá asistir al certamen. Deberá pues  demostrarles a todos sus súbditos que es digno de asistir a un concurso de esas características, que no es el capricho de un insensato. Dos veces es vencido por el humilde Hammad, un tejedor de alfombra, capaz de conmocionar al mismísimo al-Nabiga al-Dubyani, que preside el jurado. Pero no se amilana, decide convocarlo otra vez. Aconsejado por la lengua viperina de su rawi, añade a la recompensa, un cargo envenenado, capaz de obcecar a un hombre al consumirlo en una jaula de oro, de la que no podrá escapar.

Cuando el tejedor acude a recoger su premio, se disculpa con humildad; postrado ante el rey y el joven príncipe, rechaza la oferta, alegando no ser digno de tal honor: no puede ser el historiador del reino porque no sabe leer, no está capacitado para ejercer ese cargo. Pero la daga envenenada ya está clavada, y no puede rechazar la oferta sin causar agravio a su rey; el rechazo sería un insulto, no puede negarse. Walid, aunque descorazonado por la derrota, asume ahora un nuevo reto: su única obsesión es destruir a ese hombre, aplastarle para que no pueda nunca más afrentar su orgullo. Se siente feliz porque ha encerrado al incauto tejedor en su propio palacio, nunca más podrá arrebatarle la gloria. El pobre Hammad, ofuscado,  ruega a su esposa e hijo que vuelvan con los suyos. Sólo él cargará con el peso de su trabajo, con la esperanza de borrar de su vida la mancha de su desgracia, la ira del prepotente príncipe.

La historia sigue un orden ascendente. Primero, nos muestra hasta qué punto un hombre puede luchar contra la tiranía. Su dedicación es encomiable, se dedica tanto a su trabajo que parece ido, enfrascado en una locura que ya es irremediable. Sin embargo,  cuando abraza el triunfo, cuando siente el estallido de la libertad en la palma de su mano, es cuando recibe el espaldarazo definitivo; la nueva misión que se le encomienda es irrealizable: tejer una alfombra con toda la historia de la humanidad. Siente que su cuerpo desfallece, incluso, alterado por la locura, intenta agredir al príncipe. Pero no lo consigue, sólo le queda su propia resolución, su inquebrantable fortaleza para acometer la empresa, una fuerza sobrehumana que le alienta, gracias a la colaboración de los djinns del desierto. Y cuando perece y Walid descubre el milagro, la maravillosa alfombra, capaz de atrapar el alma de un hombre en las redes de lo desconocido, sabe que debe encerrarla, como un manjar prohibido que ni siquiera él pueda paladear.

Su padre muere y las insidias se cuelan por los resquicios de un reino que se desmorona. El príncipe ha perdido el rumbo, lo que facilita el acceso a los buitres como Hakim. Él pretende causar la desgracia del visir, pero en un momento de lucidez, el rey entiende y lo humilla con el destierro. Hakim se convierte en el antagonista y, auspiciado por la oscuridad de la noche, vuelve a palacio acompañado para robar el tesoro. En su lugar, le arrebata la alfombra de la discordia, la que forjó un loco infeliz.

Es ese el momento clave, álgido de la historia, cuando el terror se apodera del alma de Walid y sabe que no volverá a despertarse en paz hasta que no recupere lo que le han arrebatado a traición. El rey parte enloquecido y todo lo que había sido construido se diluye, se esfuma y destruye: el mundo que había conocido hasta entonces desaparece. Y el príncipe vaga en busca de su identidad perdida, arañando en cada una de las nuevas acometidas de su destino, recuperando poco a poco su autoestima. A veces desfallece; otras, se siente como un prisionero de otro ser que ha olvidado su promesa, salta hacia el vacío y luego retrocede, se para y se pregunta por qué es una marioneta movida por fuerzas inexpugnables que no comprende.

Pero el destino se encarga de recordarle su misión, en cada hombre que lo acoge como un hermano, reconoce la mirada aterradora del tejedor de alfombras: cada uno de esos hombres, le entrega el corazón sin saber quién ha llamado a su puerta. Poco a poco él mismo va forjando esa casida perfecta en su mente, la va hollando gracias al trayecto de su vida. Siente el desierto en la epidermis, el amor profundo hacia una mujer, la fraternidad hacia aquellos que le abren la llave de su alma sin pedir nada a cambio. Y cuando al fin consigue la alfombra y cree que su misión es destruirla, puesto que la alfombra ha arruinado la vida de todos las que la han mirado, la fuerza del desierto se topa en su camino: aquellos que han perecido eran hombres indignos, incapaces de comprender el valor del conocimiento. Lo importante no es lo que uno mira, sino con qué ojos lo mira. Ahora el príncipe ha crecido, ha adquirido la sabiduría necesaria para atesorar los secretos de la alfombra. Ahora es el momento de iniciar un nuevo trayecto: ya ha expirado su culpa y es un hombre nuevo. Tal vez le haya llegado el momento de construir la ansiada casida perfecta y ganar el concurso, y entonces sí, su nombre será colgado entre los velos del templo de Kaaba, porque ahora ya no sea ese joven engreído y arrogante, que se creía capaz de engañar a un humilde tejedor de alfombra, sino un hombre fortalecido, humilde, generoso y desprendido, que ha sido capaz de vencerse a sí mismo, ensanchando su corazón hasta adquirir la sabiduría necesaria para ofrendar su alma a aquellos, cuya estela había forjado con la sangre de su ignominia.

Laura Gallego vuelve a sorprender al lector y le sorprende con la humildad de sus palabras: un lenguaje sencillo, claro y preciso, pero que ahonda en cada matiz con una seguridad asombrosa. Nos muestra el desierto únicamente descorchando la autenticidad de aquellos que alberga; nos describe la belleza de una casida y el motivo de la derrota del príncipe, en un pasmo, sin que todavía hayamos salido del asombro, sin alambicamientos. La fuerza de la historia se forja desde su propio inicio: con la “muerte” del protagonista y continua sin desfallecer hacia atrás, hacia los recuerdos.

Una historia bien trabajada, con unos personajes que crecen al calor de los acontecimientos, con una clarividencia que encaja a la perfección con el ritmo de los acontecimientos; una novela que bebe de fuentes muy bien documentadas y cuyo apéndice se presta a un trabajo posterior, abre una nueva puerta, porque un profesor inteligente puede estirar del hilo y embaucar a sus alumnos en la lectura de esa poesía que sale de lo más profundo del corazón. Sin duda un libro que se presta al juego, que alecciona al lector sin necesidad de aburrirlo con falsas elocuencias, un libro que no te deja indiferente ni exhausto, sino con la miel en los labios, con el deseo de penetrar otra vez en su lectura.

Aghata.

jueves, 8 de septiembre de 2011

En el camino hacia el saber

En el camino hacia el saber
hay tantas puertas, tantas cárceles
Ya lo sé, esa savia dulce es venenosa.
¿Y si fuera cierto que bebiéndola encogiese?
¿Y si Alicia tuviese razón?
El Callejón del Gato al carajo.
¿Con que varita me convertiría en mago?
¿Cuál me serviría de estímulo?
Y si lo consigo
¿me achcaría?

sábado, 3 de septiembre de 2011

Levántate al alba

Levántate al alba


Sientes que todo te lleva de cabeza
a la gran duda.
Gira la idea del vacío.
¿Ves? si te coges al paracaídas
no te caes.
Sientes el arañazo de lo irrespirable
pegado en la pared
y de repente caes.

Tal vez un día vuelva
la marioneta ingrávida
e inocente

La sinrazón escucha
¿Tanto se asusta
de sí misma?



Atrapada dentro de mí, ¿podré salir?
El mundo es un carruaje que pandea
pero va demasiado rápido.
Yo quiero quejar el sueño.
Y si cojo por el asa el corazón y le sacudo
la inocencia, cabellera de ternura.
¿Qué seré?
Versatil fluorescencia
detrás del velo de isis.

sábado, 6 de agosto de 2011

 Las cicatrices son esas marcas de piel de las que nos avergonzamos porque  profanan la belleza de nuestra piel y, aunque la herida que las ha generado ya no supura, nos avergonzamos de ellas e intentamos ocultarlas  de miradas indiscretas.  Pero  este libro no se ocupa de ellas,  porque esas cicatrices ya están cerrados, y lo que le interesa a Carlos Manzano, son otro tipo de cicatrices; las que se apelmazan entre los pliegues de nuestras acciones, las que suben sigilosamente, a través de nuestros actos y nos desenmascaran, o sea, las cicatrices parasitarias, capaces de chuparnos   emociones o sentimientos.   Esas son las que mueven los hilos subterráneos de nuestra autoestima hasta taponarla, hasta provocar que  nos desfoguemos.  

Los personajes de estas historias se han cargado sus cicatrices a la espalda y se pasean por la vida con esa joroba incómoda, que aletarga sus movimientos, como si el lado oscuro de la fuerza  les impeliese a caminar de costado, achicando su vida hasta atraerlos al gran espejo que todo lo ve y desnuda sus obsesiones más íntimas. No todas las cicatrices encierran  la autoestima de la misma manera, incluso algunas cicatrices – como la que acompaña al protagonista de  La chica que follaba con todos- es un recuerdo dulce que permanece limpio. También existen las que  inmortalizan un instante, como el aterrizaje de una mosca en el suelo, tras un manotazo certero; tras ese  movimiento, nos cercioramos de que el universo es agujero negro donde la realidad hace zigzag, hasta el ser más insignificante se mueve, tiene su sentido, perece. También una conversación puede volverse una comedia bufonesca  si la persona con la que estamos hablando, es incapaz de mantenernos el pulso,  incluso el juego erótico  más inocente es capaz de pinchar  esa burbuja de buenaventura, que nos habíamos construido.

 Sin duda las historias que más conmueven al lector son aquellas donde  el personaje es zarandeado, las que sueltan lo pretérito y lo adhieren lastimosamente al presente hasta que se contorsiona la dignidad. El polvo del camino provoca claustrofobia y la permanencia inalterada, nos conduce a la inanidad, nos roba tiempo y se zampa los sueños.  Es lo que le sucede a María, la protagonista del primer relato (El desierto), que siente que es preferible lo desconocido, a la postración perpetua y el aletargamiento.  A través de las impresiones de los protagonistas conocemos cómo respiran, quién entra y sale, quién ha usurpado su intimidad.   La historia que más me ha impactado es la del niño que asiste a las relaciones que mantiene su padre con una prostituta, que resulta ser la hija de uno de sus compañeros de trabajo. Los lazos afectivos se desbocan y nos metemos en sus pensamientos y fantasías, en sus sensaciones físicas e insospechadas. La conciencia es subjetiva, privada y ahí accedemos para cerciorarnos de que nadie podrá usurparnos lo que sabemos. Hasta la trasgresión puede ser bella e inalcanzable.    





Los motivos temáticos se hilvanan gracias a un lenguaje que logra el punto de intersección necesaria para desnudar a los personajes y desenmascarar sus actos. Las relaciones personales entre padres e hijos, la falta de autoestima, el afán de por mirar al otro sin que este sospeche que hemos hecho un agujero en su intimidad, la falta de diálogo o las relaciones sexuales se afilan de manera que las informaciones se infieren lentamente. Cada historia pasada por el cuello de una escritura pensada al milímetro: uso acertado de los adjetivos, cartas, confesiones; todo ajustado a su propósito.  Personajes lanzados al límite de la existencia, cuyas transiciones son polisémicas. Es  justo ahí, en esa transición o cicatriz, donde el autor despliega toda su belleza.

Aghata



No declararé en tu contra

Relato finalista en el X Concurso de relatos cortos, Juan Marín Suaras ( 2005)

No declararé en tu contra. Cuando me pregunten, mis labios enmudecerán, como si hubieran sido sellados de por vida, mis cuerdas vocales quedarán emasculadas por tu recuerdo, por el prodigio inescrutable de tu imagen renovada en mi cabeza, por el regreso de tu sonrisa ocasional que siempre deseé sólo para mí. No habrá tortura alguna que me obligue a desvelar el cómo ni el porqué, ni siquiera cuando el cuándo o el dónde. Si quieren saber, que pregunten, que amenacen como les dé la gana, que bramen o que insulten. Me es lo mismo porque nada ya puede afectarme. Nada me va a hacer cambiar un milímetro. No seré yo quien les ponga en la senda de tus ojos.

No te traicionaré jamás. No violaré tu nombre tantas veces negado para transformarlo en un mero signo vacuo, insignificante, la pieza perdida de un rompecabezas o la clave inexplicable de un absurdo enigma, o, peor aún, en la solución de un sencillo crucigrama o de un estúpido jeroglífico, un burdo símbolo que nada simboliza porque carece de cuerpo, de volumen  de tu materia ausente tantas veces imaginada a mi lado, bajo mis yemas, pero dibujada con todo detalle en aullidos y espasmos.

No contaré a nadie lo que he visto y oído durante no recuerdo cuántas noches a través del silencio provocador de la oscuridad, cuando el más leve rumor se transforma en vendaval, en una terrible tormenta que arrasa cuanto encuentra a su paso, ni revelaré los primeros cuchicheos culpables, tal vez pudibundos, que luego devenían risas, risas y más risas, a veces grotescas e impúdicas carcajadas, otras, breves y tenues risotadas, al fin y al cabo risas alegres que yo sin dudarlo identificaba con cada fase precisa de aquel ritual siempre nuevo y redundante a que os entregabais, preludio ineludible de tus gemidos, desvergonzados e intermitentes, que lentamente terminaban por horadar mi cabeza.

No le diré a nadie todo lo que he ido descubriendo noche tras noche, cómo llegabas casi a escondidas, siempre dando pequeños golpes a la puerta. Había que silenciar tu venida: nunca tocabas el timbre, todo el mundo lo hubiera sabido entonces y hubiese hablado más de la cuenta. A veces yo aún no me había acostado. <<Venga>>, me decía él, <<que si no mañana no habrá quien te haga levantar>>, olvidando que ya no era un niño, que ya no me conformaba con el vaso de leche caliente y un triste beso en la mejilla, negándose a sí mismo la evidencia de que ya tenía edad para rastrear en mi propio cuerpo hasta llegar al mismísimo tuétanos, sin querer comprender que estaba en condiciones de saberlo todo. Tampoco contaré cómo esperaba yo cada vez más ansioso tu aparición por el pasillo, tu entrada en el salón y tu voz que siempre me decía <<¿a que sabías que era yo? Tengo la sensación de que soy un reloj, marcando las horas a los demás>>. Y entonces yo te  sonreía y tú me sonreías a mí, aunque tal vez nunca imaginaras que detrás de mi ridícula sonrisa anidaba un amor prístino e inocente que no obstante cobijaba los más intensos estallidos corporales. Luego, con una celeridad cada vez más injustificada, llegaba él y me expulsaba de aquel espacio que también me pertenecía pero que jamás consentía compartir conmigo en tu presencia. Yo estaba de más, sobraba porque tú lo eras todo.

A quienquiera que me pregunté le diré que no os oía, que no permanecía atento a cada minúsculo sonido vuestro, que no trataba de descifrar en el más leve roce el vivo movimiento de tus músculos, un meneo cualquiera de tus muslos, tu torso estirándose hasta curvarse como un arco sobre él, incluso tu cabello agitándose en oleadas sobre tus senos: que no oía tu respiración jadeante, pausada primero, reprimida para no dejar huella, pero desbocada después cuando los sentidos comenzaban a abotargar la prudencia, cuando te olvidadas de los muros de tu alrededor y de los fantasmas que los habitan.

Yo iba reconstruyendo sobre mí mismo cada uno de los giros que tu cuerpo me ofrecía desde la habitación contigua, más excitantes cuanto más silenciosos, cuanto más oscuros. Sé que también hablabais, que os contabais secretos el uno al otro, pero eso a mí me importaba un bledo; no eran palabras lo que buscaba mis dedos, la espiral obsesiva a la que se entregaban mis sentidos, y menos aún cuando esas palabras fueron ganando volumen y los susurros cómplices del principio acabaron suplantados por voces altisonantes y destempladas frases de tragedia.

Él siempre ha sido así: brusco, zafio, dañino. Jamás llegaré a comprender por qué llegabas hacia él y le permitías violar tu apariencia exquisita. Quizá te atrajera precisamente eso, su rudeza, su falta de temple, sus modos primarios de labriego que surca tu cuerpo como tierra hosca e insensible. Y quizá por eso tus gemidos obscenos delataban una pasión desaforada, el regreso a un orden primitivo y básico, ajeno por completo a cualquier tipo de sutilezas, gemidos que en mis oídos sonaban sin embargo como la música más excelsa que haya compuesto nadie. Con cada jadeo tuyo sentía yo también la proximidad de aquel universo y desnudo que hasta entonces desconocía, y creía entender el misterio que te había guiado hasta aquella sima para terminar seducida por el animal sangrante que era él.

Pero tú eras otra cosa.  Tú eras suave y delicada, eras frágil, tenue como tus propios suspiros. La belleza es algo etéreo, tan sutil que no diré que eras bella – para mí eras, desde luego, la representación más perfecta de la belleza que pueda imaginarse-, pero sí que poseías una apariencia tan limpia y unos ojos tan sonrientes que no creo que exista hombre en el mundo capaz de resistirse a la más esquiva de tus miradas.

Él ni siquiera nos presentó. Tú llegaste y yo me tuve que ir. No supe quién eras hasta que te oí, al otro lado de la pared, acurrucarte como una serpiente bajo sus sábanas. Y ahí comenzó mi martirio y mi gozo al mismo tiempo, un sufrimiento sordo que ha llenado mis noches de placer y de ensueño. Fue entonces cuando empecé a sentir sobre su piel tus dedos sabios y presentí bajo tus ropas tus aristas de hembra orgullosa y candente, la calidez de tus labios y la humedad de tu lengua dentro de tu vientre.

Yo también me lancé a vivir una historia de amor incompleta, una historia cuyos capítulos comenzaban invariablemente en el mismo momento en que tus nudillos golpeaban la puerta y entrabas y me decías <<ya está aquí otra vez el reloj de tu sueño>> y yo pensaba <<bendito sueño>< y él venía y me mandaba a la cama sin que tú añadieras nada. Porque podías haber dicho <<déjale que se quede, total no molesta, a lo mejor solo quiere estar, ver, mirar, porque seguro que sabe, cómo no va a saber si ya es un hombre, todo un hombre, ¿o es que piensas que los hijos no crecen?>>. Pero nunca decías nada y te conformabas con verme marchar resignado a mi habitación a escuchar lo que nunca contaré a nadie mientras vosotros dos os quedabais a solas, revestidos de total impunidad, protegidos de toda ignominia, porque nadie excepto yo podría ver ni contar lo que hacíais y lo que no.

Pero no temas. De mi boca jamás saldrá palabra alguna que destape los milagros y prodigios que urdisteis entre aquellas cuatro paredes donde os cobijabais a mis espaldas. Ni siquiera hablaré de aquella noche opaca en que oí tus pasos en el pasillo, quizá en busca del baño, tal vez impelida por un insomnio traicionero a deambular como un fantasma errante, a lo mejor en espera de alguna mágica presencia o de la apariencia imprevista de alguna sombra reconocible, o puede que dominada por una sediciosa curiosidad a penetrar en mi espacio sagrado nunca antes vulnerado por hembra ajena, porque hacia aquí te diriges, aquí vienes, ya oigo tus pasos cada vez más sólidos, más vigorosos, y después escucho cómo abren muy despacio la puerta y tus pies descalzos llegan hasta mi lecho, quieren abrir mis párpados firmemente cerrados, despertar la timidez de mi tiempo con la codicia de tu cuerpo, es tu olor el que va invadiendo mis sentidos, ocupando un lugar junto a mí, hundiéndose en mi propio colchón, y observo cómo tus ojos sonrientes me miran, miran los míos tan firmemente cerrados que delatan mi vigilia, la noche es oscura pero tú me ves, estoy seguro, como yo también te veo aunque todavía no he abierto los ojos, desnuda a mi lado, sentada junto a mí, los pechos tan próximos que si moviera un solo dedo podría tocarlos, y tu sexo tantas veces profanado pero libre por fin de los disfraces con los que te conozco me saluda, pero solo miras cómo no te miro, cómo me resisto a tu influjo, porque sé que si abro los ojos ya no habrá nada que pueda apartarlos de ti. Estás así uno, dos, cinco, diez minutos, tal vez media hora, quizá toda la noche porque aunque te vas tu aroma se  queda, tu semblante permanece a mi lado, incólume, intenso, embriagador, invade la estancia y se posesiona de ella, y solo desaparece cuando la voz tosca de mi padre me llama para ir al colegio.

No diré nada. Lo guardaré todo para mí como un secreto que alimenta cada noche el vacío de mi existencia. Porque fuiste de mi padre y también mía, no lo dudes, yo también te poseí en cada ocasión, a través de los muros, gozando con cada uno de tus gemidos y sintiendo como propio cada uno de tus orgasmos. Y por eso también sufrí contigo los reproches injustos, la mano severa que osó rozar tu mejilla y tu odio violento por aquel ser brutal e ingrato que durante tanto tiempo te tuvo a su disposición para saciar sus instintos más primarios. Yo oí, sí, aunque tapaba mis oídos y cerraba los ojos, también oí los gritos y los golpes, las lágrimas y las peleas, las acusaciones mezquinas, las amenazas cobardes, el poder que confiere la fuerza, porque estabas atada a él, no quise oírlo pero al final lo supe, sometida a su entera voluntad. ¿Qué pasaría si se enteran?, decía él, lo decía una noche tras otra, porque tú ya estabas cansada, aburrida de tanta zafiedad, aspirabas a algo más humano, más cálido. Pero él anudaba más y más el lazo, eres mía, enteramente mía, porque nadie quiere perder lo que posee, lo que es suyo y de nadie más. ¿Quieres que les cuente dónde te encontré?, y aunque me negaba a escuchar, las paredes son demasiado delgadas. Yo quería tus gemidos, tus aullidos de placer, tus espasmos desaforados, no estas diatribas crueles y despiadadas que solo buscaban causarte daño, hundirte, derrotar tu dignidad y tu orgullo.

Por eso, aunque sabía, jamás osé juzgarte. Era él y no tú quien había traspasado los lindes del oprobio, quien se había dejado dominar por la codicia y el egoísmo, lo quiero todo, todo, el mundo que representas y lo que no he tenido, y a ti solo te quedaba el lamento, el llanto sin lágrimas o el precipicio. No hay alternativa. Él marcó tu número y tú, sin darte cuenta, acudiste a su llamada porque tu anuncio era limpio y claro, estudiante, dieciocho años, inhibida y complaciente, salidas a domicilio, dijiste un precio y él aceptó, al fin y al cabo no pedías mucho, cuando se quiere dinero no se está en condiciones de exigir, y tú aspirabas a llegar demasiado lejos, demasiado pronto. Fue nada más verle cuando os reconocisteis. Él, que te había tenido en sus brazos tan chiquita, que te había visto crecer aunque fuera de lejos, libre de su influjo, ajena a su deseo, un deseo inconsciente tantas veces castrado y tan calladamente vivo, que no encontró obstáculo para renacer de nuevo con idéntico vigor que antaño, cuando él y tu padre todavía trabajaban juntos; y tú, la pequeña que todo lo tiene y que se sabe adorada por todos, pizpireta y altiva pero deliciosa, cada vez más independiente, más suficiente, más lejos de él hasta desaparecer por completo en el momento de la mágica transformación, ese instante milagroso en que caderas, senos y sueños insondables daban forma a tu cuerpo adolescente.

Y llegaste a temerle tanto que ya no había marcha atrás. Repetiste de nuevo porque pagaba bien, al fin y al cabo qué más da, él tiene lo que yo quiero y yo le doy lo que él me pide, pero la pasión se alimenta de sí misma, su voracidad no tiene límites, aunque eres joven deberías saberlo, y acabaste por encontrar en ello algo de lo que tu vida monótona  carecía por completo, un ingrediente básico que todos te habían negado hasta entonces: rasmia, vigor, nervio. Te entregaste con demasiado energía sin saber que él estaba falto de calor desde mi madre, hace ya no recuerdo cuántos años, tú me has hecho olvidarla, olvidar que existió, que incluso llegó a haber otra época, otro tiempo pretérito en que yo aún no era quien soy sino un proyecto lejano de otros, porque parece que el mundo se hubiera creado hace unos meses tan sólo, cuanto tu luz comenzó a iluminar nuestra vida y sustituiste el sol marchito del olvido por una nueva estrella fulgurante y grandiosa.

Sé que vendrán a mí y me sentarán en una silla rodeado de ojos ávidos y oídos insaciables. Querrán saber, que les cuente todo, tus gemidos y tus llantos, tus temores y tus ambiciones. Pero de mí no saldrá palabra alguna que les conduzca a tu sueño, que les permita entrar en tu letargo. Duerme tranquila, yo me encargaré de que no te despierten. No hiciste nada malo, no hay razón para que te castiguen. Él se lo merecía y tú sólo le diste lo que andaba buscando. Porque cuando se acorrala a la fiera, lo mínimo que se puede esperar es que salte al cuello del verdugo si esa es su única escapatoria. Y eso fue ni más ni menos lo que hiciste: huir presa del pánico, del miedo al sufrimiento, a las humillaciones y a las venganzas.

Él te lo dijo una noche, te lo contó casi sin darse cuenta, una tonta anécdota a la que apenas se presta atención, solo para romper el silencio, estabas tan pletórica, tan llena que toda palabra parecía inútil, para qué añadir nada si todo estaba de más. Pero él insiste, hoy he visto a tu padre, hacia años desde la última vez que hablé con él y solo con oír mentar su nombre tú te callas y mudas tu expresión para transformarla en la más cruda manifestación de horror, de atroz desasosiego, el que inmoviliza voluntades y revela secretos. Él, aunque no es listo, lo entiende enseguida: has caído en sus redes. No te preocupes, te dice al instante, no le he dicho que nos vemos, que te anuncias en los periódicos, que habitas en la sección de contactos porque quieres llegar pronto a lo más alto, porque vives seducida por el lujo y el despilfarro, porque te gusta disfrutar de los placeres sin límites, porque sigues siendo la niña que todo lo quiere y todo lo desea. Por eso no soportarías que se enteraran, que todo el mundo supiera lo que mi padre y yo sabemos, porque lo perderías todo, absolutamente todo: tu madre llorará de desesperación y tu padre te mataría y después te despojaría de tu filiación para que te vieras obligada a mendigar, a no ser nada, a no tener un mundo propio y una vida fácil fuera de preocupaciones, a rogar a los demás un poco de piedad, por favor estoy sola y sin casa, no tengo nada, porque me lo han quitado todo, apiádense de mí.

Cuando me aten con sogas a la silla y me abofeteen y me golpeen no diré que quisiste romper ese vínculo pernicioso y volver a ser quien eras, pero que solo conseguiste anudar aún más el lazo, cuanto más te movías más prisionera te sentías, ahora no me vengas con esas, lo que me faltaba por oír,  a partir de ese instante ni siquiera me pidas dinero, él te acorrala cada vez más, has tratado de ir demasiado lejos y has descubierto que el mundo tiene fin, que no es redondo sino plano y que termina en un inmenso precipicio: has ido tan deprisa y tan ciega, como si te faltara tiempo para todo, que has acabado por tocar fondo demasiado pronto.

Tú cediste. ¿Qué otra cosa podías hacer? Él te estaba robando la juventud, la alegría, la ilusión eterna, y aún así tus gemidos seguían multiplicándose cada noche, llenando el silencio del mundo, aliviando la angustia de los perezosos, penetrando en mi cabeza como aguijones de placer, de éxtasis, de envida, de deseo inalcanzable. Pero ya no eras la misma, ya no me sonreías al llegar por el pasillo ni me decías soy el reloj que marca tus sueños.

Todavía me queda mucho que aprender de la vida, soy muy joven, lo sé, un aprendiz de casi todo, novato en todas las artes, profano incluso de mí mismo, pero vi dolor en tu mirada, un dolor profundo y ávido que me hirió en lo más íntimo, un tormento callado que traspasó el espacio de los muebles y los cuerpos y se metió dentro de mí como antes se metían tus aullidos y tus jadeos y tus espasmos incontrolados. ¿Por qué?, te pregunté sin que me oyeras, ¿por qué no le pones fin de una vez? Pero noche tras noche volvía a escuchar tus gemidos y el sonido de tu cuerpo revolviéndose como una serpiente y casi no comprendía porque un segundo después venían de nuevo los reproches, las amenazas, los silencios y los golpes, tus ruegos encarecidos y sus negativas sin remedio. Él disfrutaba humillándote y ultrajándote, teniéndote entera a su disposición, obligada a ceder a todos sus caprichos, vejada por puro placer, falta de vida y de voluntad. Hasta que no aguantaste más.

Ni cuando me arranquen las uñas y vacíen mis ojos diré palabra alguna de lo que oí anoche tras los muros, por primera vez en mucho tiempo ni un solo reproche, ni una manida frase malsonante, ni una inútil súplica. Escuché con todo detalle tu silencio, su gesto de triunfo, su rostro mezquino, oí también tus ropas cayendo al suelo, deslizándose por tu cuerpo, su sonrisa colmada por el éxito, tu entrega servil y su placer inaudito, tus aullidos trepidantes como nunca, eternos, interminables, muriéndote en cada espasmo, vibrando en cada movimiento, vaciándote como nunca te había oído antes, vertiendo sobre él hasta la última gota de tu ser, dándote toda, sin límite ni mesura. Y después, como culminación aquella cruel ceremonia, momento cúspide del sacrificio, oí como lo mirabas jadeante, tú agotada hasta la extenuación, él derrotado por tu poder de hembra vigorosa, confiado a tu sabiduría como hacía noches no lo estaba. Y entonces, justo en ese momento, rendido por fin a tus pies, entregado por completo a tu voluntad, hincaste sobre su pecho aún palpitante el punzón frío y metálico y traspasaste de un solo golpe el centro mismo de su corazón.

No tengas miedo, mi amor, no sufras más. Yo mismo borré tus huellas e hice desaparecer hasta el último indicio de tu presencia. Nadie te vio nunca entrar ni salir, nadie sabrá quién estuvo anoche en esa cama ni por qué llenaste de sangre el lecho sagrado. No eras la primera mujer a quien llevaba a casa, antes que tú hubo muchas, jóvenes y viejas, gordas y delgadas, hermosas y feas, decenas quizás, cientos tal vez, puede que miles, qué más da, pudo ser cualquiera de ellas, que investiguen todo lo que quieran, los vecinos que no saben dirán sin embargo que no tenía buena reputación, que frecuentaba compañías poco recomendables, ya ve usted, con un hijo tan pequeño, pobrecillo, lo que habrá visto y oído, todos esos escándalos, pero yo no diré nada porque nada sabré, porque perderé mi lengua y mis dientes si hace falte antes de revelar tu nombre, antes de describir tu rostro que nunca más volveré a ver, porque te fuiste para siempre.

Ya no vendrás más a marcarme el sueño, ya no podré volver a dormir abrigado por tu respiración y tu silencio. Aquel punzón me hirió a mí también sin tú saberlo, porque bajo su cuerpo estaba también el mío, invisible pero cierto, gozoso y lúbrico. Me sacarán de esta casa y clausurarán mi cuarto, y más tarde derribarán los muros para que no quede nada de ti, ya no serás para mí más que el deseo incompleto de una noche trágica.

Están a punto de llegar, lo siento, oigo sus pasos trepando por la escalera. Primero echarán la puerta abajo, después violarán le pasillo por el que aún te veo entrar sonriente y eterna, luego vendrán hasta mí y me quitarán el punzón de la mano, pero nunca les diré todo lo que sé, lo que he escuchado cada noche a través de los muros, las voces y los susurros que me adormecían el mundo imposible que me regalabas a cambio de nada ni contestaré a ninguna de sus preguntas, hay veces que saber no arregla nada. Me llevarán a oscuras estancias y me encerrarán como se encierra a las bestias, condenado a vivir a pan y agua, sucio y humillado, ya lo sé, y por tanto lo asumo, no me da miedo, porque solo con cerrar los ojos regresarán a mi tus jadeos promiscuos y tus convulsiones, la fragancia de tu sexo que desde aquella noche impregna cada ángulo de mi dormitorio, y volverán además henchidos y vivos, pletóricos, inmensos como las primeras veces, porque ya nada te une a nadie, ni nadie me robará más tu saludo, ahora que ya eres libre para siempre.  

Cicatrices, Carlos Manzano. Ed. Bubok.

               http://www.carlosmanzano.net/

lunes, 1 de agosto de 2011

Queridos amigos:

Nuevamente la literatura respira por los poros de mi piel. Quiero agradecer a mi hija María, la gran alegría que me ha dado, ya que es ella la nueva ganadora del concurso de poesía   "Un futuro bajo pluma" organizado por el blog http://autoresjovenes.blogspot.com.



http://autoresjovenes.blogspot.com

sábado, 23 de julio de 2011

Reseña Cuentos vagabundos


La eternidad es una de las raras virtudes de la literatura.

Adolfo Bioy Casares

Los que saboreamos la literatura con fruición sabemos que las historias que permanecen son aquellas que muestran una realidad inédita, las que son capaces de desnudar al ser humano y dejarlo en cueros frente al espectador, un lector atrapado en ese mundo de ficción inédito y autosuficiente. Gisbert Haefs consigue siempre crear ese microcosmos imperecedero en cada uno proyectos literarios. No en vano ha sido traductor de autores tan dispares como Mark Twain, Adolfo Bioy Casares o Arthur Conan Doyle, pero además ha abordado con pasión titánica la edición de las obras de Borges o Kipling. Todas estas incursiones en el terreno de la profesionalidad se han visto acompañadas por esa faceta de escritor, capaz de revalorizar géneros como el de la novela histórica o policiaca, a través de la recreación de las vidas de los hermanos de leche de nuestra cultura, aquellos que pueden mostrarnos a través del papel de qué pasta está hecho el ser humano. Así recorta las vidas de César, Anibal, Alejandro, Amilcar y consigue que realicemos ese viaje en el tiempo con el todos hemos soñado.

De Cuentos vagabundos (selección de relatos publicados por Evohé) nos llama la atención esa destreza volátil, capaz de penetrar en todos y cada uno de los géneros que aborda; desde la maestría del relato histórico, a la capacidad onírica del relato de terror, pasando por la destreza con la que asumen el rol sus personajes detectivescos o mitológicos. Esta recopilación nos muestra que la calidad es la materia prima en la que se mueve Javier Baonza, editor de Evohé, una plataforma solida que apuesta por el relato histórico o la revitalización de la mitología, donde tienen cabida obras que buscan lectores inteligentes, que no le tienen miedo a los retos literarios: El gato sobre la cacerola de leche hirviendo de Manuel Valera de Manuel Valera; Tren de la mañana a Talavera, de Guillermo Pilia o Recuerdos de la era analógica. Una antología del futuro, de Daniel Tubau; todos estos títulos son ejemplos de esta apuesta férrea y estimulante.

Cuentos vagabundos –por su parte- es casi una pequeña enciclopedia de modos, voces y formas de abordar los elementos narrativos, moldes capaces de vadear cada historia con un estilo inconfundible y dinámico que no ofrece concesiones. Gisbert Haefs puede ser muy mordaz e irónico, incluso cruel (Parábola de varios conocidos), o conseguir que subamos a su nave y nos pongamos cómodos para la sesión de ciencia- ficción (Placer viajero), incluso lograr que confraternicemos con vampiros o soldados tullidos; él nunca pierde las bridas de sus historias y por eso funcionan.

Asistimos al lenguaje desnudo, cuya lucidez no estriba en el uso almidonado de la palabra; sino en la precisa fluidez con la que lo adapta a la naturaleza del personaje y los hechos narrados. Haefs no enmascara la naturaleza del ser humano ni los peligros o juicios panfletarios que pretenden dictaminar el camino a seguir; al contrario, siempre logra que veamos al personaje en su laberinto, maximizando los detalles capaces de transformar el hilo de los acontecimientos. Por eso sus historias son verosímiles, por su honda integridad, por la capacidad de desencajar las piezas y encajarlas de forma disímil, de manera que el lector se dé cuenta de que se enfrenta a una obra minimalista, que ofrece dentro de una cosmovisión prediseñada; un objeto, un personaje, una idea, un engranaje distinto, que no impide que la máquina siga funcionando.

Personajes como Matzbach, Münstereifel, Jürgen Soberg se convierten así en interesantes calas del ser humano, con unos biorritmos diferenciados lo que contribuye a crear una progresión temática marcada por la aceleración o deceleración de los actantes implicados en los acontecimientos. Observemos –por ejemplo- el final de Jürgen Sobert:

“De los profundos cortes en el pecho brotaba la sangre; los cuchillos brillaban con un color naranja turbio. Luego se disolvieron. Los ojos de la joven… Se inclinó sobre él mientras él yacía en el suelo, dijo algo, posiblemente <<por qué>>, pero él no entendió nada. Leyó el pánico en sus ojos. Luego sólo tuvo medio rostro, se disolvió, desapareció. Como el pueblo, el posadero, el violinista, el anciano. Soberg gritó. No supo nada, salvo que se moría. Algo lo envolvió como un húmedo aire nocturno”.

Al autor no le tiembla el pulso a la hora de denunciar las lacras actuales: el politiqueo, la religión desnaturalizada, las falsas teologías, el ansia de poder y, por supuesto, el tiempo insondable, incapaz de detener el fluido vital que nos conduce a la muerte. Denuncia ese triángulo de las Bermudas que nos conduce a la irremisible perdición; son los estigmas que siempre han marcado las acciones de los seres humanos: el dinero, la fe… y un azar imprevisible que nos ata a su soga. Siempre logra que los personajes adquieran un aura distante y novedosa que nos mantiene en vilo, como sucede en esta descripción indirecta, pero eficaz para el desarrollo de los acontecimientos:

- Bueno, si insiste...Dijo que usted es un monstruo imposible, gordo, harto y perezoso, lo calificó de mezcla del gato Garfield y del Falstall fe Shakespeare, que el destino… oh, no, dijo las Parcas, que las Parcas han arrojado sobre la Humanidad en forma de detective aficionado.

Matzbach estaba radiante.

-Fantástico. Así habla un verdadero amigo. ¿Algo más?

En sus historias encontramos algunos temas constantes: el tiempo insoluble, el poder, el engaño, las relaciones filiales, la inutilidad de las guerras, la trasmigración histórica o la lucha por la supervivencia en un espacio hostil. Todos estos temas son tratados con una mordacidad que a veces roza la hilaridad y que nos sitúan ante callejones sin salida aparente. Como siempre el autor nos invita a la colaboración: él nos pide que levantemos el parche negro. El valiente descubre el ojo de cristal, un ojo que todo lo vez, capaz de trazar un paisaje en un grano de arroz.

Mari Carmen Moreno Mozo


Parábola con varios conocidos    

Un diputado, miembro de la Comisión para la Financiación Ilegal de Proyectos Absurdos, quiso ir durante la pausa pagada del mediodía a respirar gratis un poco de aire sucio, ya que aquel día no tenía nada más que pillar. O al menos no mucho; su porcentaje en los proyectos aprobados –de naturaleza social, médica, lésbica, filosófica, católica, progresistas y otros caracteres legendarios – era inusualmente escaso en relación con su codicia, e igual de negro. Intacto e inane, caminó Rin arriba desde el gueto gubernamental. En un punto oscuro de su trayectoria, dos hombres enmascarados detrás de sus rostros se precipitaron sobre él, le golpearon, lo arrastraron hacia los matorrales, le robaron su parte de presupuesto, le arrancaron su traje a medida, así como la camisa, la corbata y todo lo demás, le propinaron unas cuantas patadas y luego se dieron a la fuga.

Pronto pasaron por el camino dos socioterapeutas. Gracias a los logros de la comisión, estaban de buen humor y sumidos en una conversación sobre lo <<los imponderables inmanentes a los proveedores de servicios con déficit cognitivo en la estructura postindustrial degresiva>>. Cuando vieron la figura desnuda, bañada en sangre, con los rasgos del rostro borrados, tendida a la orilla del camino (el hombre aún gemía), se detuvieron por un momento.

-Terrible- dijo el más alto. Chasqueó los dedos-. Espantoso.

-Sí –el más bajito frunció el ceño y respiró hondo-. Sea quien sea el que lo ha hecho, precisa ayuda urgente.

El más alto asintió, y con tranquila prisa los dos se pusieron a buscar huellas.

Pocos minutos después pasó un médico, colaborador de una floreciente clínica especializada en trasplantes. Se inclinó sobre el diputado (el hombre apenas gemía ya), lo palpó aquí y allá, sacudió finalmente la cabeza con expresión de lamento y volvió a incorporarse.

-No tiene sentido- murmuró, mientras se limpiaba los dedos con un pañuelito de seda y volvió a guardárselo en el bolsillo de la chaqueta-. Probablemente lesiones internas… órganos inutilizables… piel demasiado gruesa… y no hay corazones que funcionen en el barrio gubernamental. Bueno.

Se metió las manos en los bolsillos y siguió su camino; su gesto era el de una persona honrada a la que se le acaba de escapar un buen negocio.

Una feminista radical se aproximó al lugar. Para poder reflexionar más, empujaba su bici a lo largo del carril. Estaba de mal humor porque esa mañana había recibido sin duda ciertas promesas financieras, pero no había logrado mover a algunas mujeres felizmente casadas a divorciarse o al menos separarse de sus maridos y a repudiar a su decencia masculina. Cuando vio el cuerpo desnudo se detuvo, dejó la bici e hizo rechinar los dientes.

-Cerdo chovinista- dijo-. Falócrata. Exhibicionista. Macho asqueroso. Animal- se inclinó y escuchó, pero sólo oyó el viento en los sauces y el burbujear del Rin (el hombre ya no gemía). Entonces compuso una especie de sonrisa, cogió impulso y le pegó una furiosa patada con el puntiagudo zapado en los descubiertos genitales.

Un profesor de Filosofía hacia jogging como penitencia todos los mediodías a la orilla del Rin. Avanzaba a trompicones; en su camiseta rampaba la cabeza de Descartes, con el lema <<Pienso, luego alucino>>. Se detuvo en seco, se inclinó sobre el yacente (el hombre gemía de modo lamentable), le contempló con benevolencia y alzó el índice derecho.

-La muerte, amigo mío, es una experiencia única, habría que disfrutarla de manera consciente. Los dolores son señales nerviosas que pierden su sentido cuando se deniega su percepción. Así que muere, oh desconocido y sabe: ¡Un profesor alemán te percibe!

Luego miró su Rolex, chasqueó con la lengua y reanudó su trote cautelosamente, sin cargar demasiado su dolorido tobillo derecho.

Un cardenal, destacado por la conferencia episcopal para conseguir la financiación de un proyecto católico, ya suficientemente garantizada por el impuesto religioso, paseaba por la orilla del río, con el corazón ligero, el alma elevada hacia el SEÑOR, el breviario en la MANO. Vio casualmente al golpeado allí tendido, recordó la buena nueva para todos los oprimidos y afligidos, se acordó de diversos publicanos, así como de un samaritano y se arrodilló, conmovido con éxito, junto al sufriente. (El hombre ya sólo gemía débilmente).

-Oh, hermano mío- dijo el cardenal-. Sea cual sea tu religión todos estamos en manos del mismo Dios. Que su bendición sea con tu alma- alzó la mano derecha; entonces vio, colgado de una fina cadenita de plata, el símbolo de la masonería al cuello del maltratado. Irritado, se incorporó, se sacudió del hábito el polvo ensangrentado y se fue.

-Le enviaré una ambulancia- dijo por encima del hombro-. Si es que me encuentro una en esta senda de reflexión.

Pasó un neomarxista. Al ver el cuerpo manchado de sangre, cerró el puño izquierdo, lo levantó hacia el cielo y exclamó:

-¡Arriba, parias de esta tierra! ¿De qué tierra si no?

Pero el yacente no se incorporó. (Definitivamente, el hombre ya no gemía).El paseante se agachó.

-¡Camarada proletario!- dijo enfáticamente. Luego vio el anillo de una asociación estudiantil en el dedo meñique y, en su calidad de hijo de catedrático y estudiante becado, reconoció el emblema.

-¡Bah!- dijo-. ¡Lacayo de la reacción! Deberías reptar por el suelo, como te corresponde- con la punta de su mocasín italiano, trató de dar la vuelta al yacente de espaldas, pero pronto abandonó esa trabajosa actividad y se fue.

Un neonazi, defensor levemente tardío de la leyenda de la puñalada por la espalda, que siempre había querido probar por sí mismo, había sido apaleado por un pacifista en el curso de algunas manifestaciones y contramanifestaciones aquella mañana, pero le había quitado una bayoneta. Mientras caminaba a lo largo del Rin con paso tranquilo y firme, izando, cual bandera victoriosa la petaca para darle un trago, vio el cuerpo del diputado, se inclinó interesado sobre él, consideró el signo masónico más o menos judío, y ya iba a clavarle la bayoneta en el bajo vientre cuando unos terribles sonidos le forzaron a una rápida fuga. Producían los sonidos dos clases de gemidos: una joven turca, que había sido vista en el Mac Donald´s con sus compañeros de clase, estaba siendo pateada por sus rigoristas guardianes –padre y tres hermanos- bajo la protección del creciente crepúsculo; y una nutria liberada de un criadero por un grupo de ecologistas, que había estado merodeando un rato cerca del Bundestag (donde tales cosas no llaman la atención), había caído en manos de un canijo funcionario ministerial, que la estaba violando de forma contundente.

Poco antes de anochecer pasó por el camino Caperucita Roja, con la cesta llena de selectas exquisiteces y golosinas para la abuela de la Cancillería.

-Ah- dijo la pequeña-, puedes desnudarte y pintarte cuanto quieras… ¡te conozco- y diciendo esto, sacó la navaja de la liga, le abrió el vientre al enmudecido diputado, lo llenó de guijarros del Rin y cerró su obra con dos imperdibles.

Al caer el sol, un buitre y una hiena, mascotas de la administración municipal de Bonn, se apostaron junto al muerto y se apiadaron.

-Ah, los humanos no son buenos- farfulló la hiena, con la boca llena de carne.

El buitre pensó un rato en esto; luego tragó.

-Es cierto- dijo-, pero es menor que no cenar.

Dos funcionarios de la guardia de frontera pasaron patrullando, espantaron a los animales, llamaron por radio una ambulancia y montaron guardia hasta que vino. Más o menos en ese momento los autores del crimen llegaban a su hogar, el distrito del antiguo diputado. Allí había recibido de ellos y otros un mandato directo, pero a pesar de tan importantes votos no se había regido por sus deseos o los de su supuesta conciencia, sino por los cálculos de su partido. Ahora deliberaban en qué mejores manos depositar el portafolios y el traje a medida, las insignias del poder y la dignidad. Casualmente su jefe tenía un buen puesto en las listas.

Gisbert Haefs, Cuentos vagabundos.

Ed. Evohé Narrativa