sábado, 6 de agosto de 2011

 Las cicatrices son esas marcas de piel de las que nos avergonzamos porque  profanan la belleza de nuestra piel y, aunque la herida que las ha generado ya no supura, nos avergonzamos de ellas e intentamos ocultarlas  de miradas indiscretas.  Pero  este libro no se ocupa de ellas,  porque esas cicatrices ya están cerrados, y lo que le interesa a Carlos Manzano, son otro tipo de cicatrices; las que se apelmazan entre los pliegues de nuestras acciones, las que suben sigilosamente, a través de nuestros actos y nos desenmascaran, o sea, las cicatrices parasitarias, capaces de chuparnos   emociones o sentimientos.   Esas son las que mueven los hilos subterráneos de nuestra autoestima hasta taponarla, hasta provocar que  nos desfoguemos.  

Los personajes de estas historias se han cargado sus cicatrices a la espalda y se pasean por la vida con esa joroba incómoda, que aletarga sus movimientos, como si el lado oscuro de la fuerza  les impeliese a caminar de costado, achicando su vida hasta atraerlos al gran espejo que todo lo ve y desnuda sus obsesiones más íntimas. No todas las cicatrices encierran  la autoestima de la misma manera, incluso algunas cicatrices – como la que acompaña al protagonista de  La chica que follaba con todos- es un recuerdo dulce que permanece limpio. También existen las que  inmortalizan un instante, como el aterrizaje de una mosca en el suelo, tras un manotazo certero; tras ese  movimiento, nos cercioramos de que el universo es agujero negro donde la realidad hace zigzag, hasta el ser más insignificante se mueve, tiene su sentido, perece. También una conversación puede volverse una comedia bufonesca  si la persona con la que estamos hablando, es incapaz de mantenernos el pulso,  incluso el juego erótico  más inocente es capaz de pinchar  esa burbuja de buenaventura, que nos habíamos construido.

 Sin duda las historias que más conmueven al lector son aquellas donde  el personaje es zarandeado, las que sueltan lo pretérito y lo adhieren lastimosamente al presente hasta que se contorsiona la dignidad. El polvo del camino provoca claustrofobia y la permanencia inalterada, nos conduce a la inanidad, nos roba tiempo y se zampa los sueños.  Es lo que le sucede a María, la protagonista del primer relato (El desierto), que siente que es preferible lo desconocido, a la postración perpetua y el aletargamiento.  A través de las impresiones de los protagonistas conocemos cómo respiran, quién entra y sale, quién ha usurpado su intimidad.   La historia que más me ha impactado es la del niño que asiste a las relaciones que mantiene su padre con una prostituta, que resulta ser la hija de uno de sus compañeros de trabajo. Los lazos afectivos se desbocan y nos metemos en sus pensamientos y fantasías, en sus sensaciones físicas e insospechadas. La conciencia es subjetiva, privada y ahí accedemos para cerciorarnos de que nadie podrá usurparnos lo que sabemos. Hasta la trasgresión puede ser bella e inalcanzable.    





Los motivos temáticos se hilvanan gracias a un lenguaje que logra el punto de intersección necesaria para desnudar a los personajes y desenmascarar sus actos. Las relaciones personales entre padres e hijos, la falta de autoestima, el afán de por mirar al otro sin que este sospeche que hemos hecho un agujero en su intimidad, la falta de diálogo o las relaciones sexuales se afilan de manera que las informaciones se infieren lentamente. Cada historia pasada por el cuello de una escritura pensada al milímetro: uso acertado de los adjetivos, cartas, confesiones; todo ajustado a su propósito.  Personajes lanzados al límite de la existencia, cuyas transiciones son polisémicas. Es  justo ahí, en esa transición o cicatriz, donde el autor despliega toda su belleza.

Aghata



No declararé en tu contra

Relato finalista en el X Concurso de relatos cortos, Juan Marín Suaras ( 2005)

No declararé en tu contra. Cuando me pregunten, mis labios enmudecerán, como si hubieran sido sellados de por vida, mis cuerdas vocales quedarán emasculadas por tu recuerdo, por el prodigio inescrutable de tu imagen renovada en mi cabeza, por el regreso de tu sonrisa ocasional que siempre deseé sólo para mí. No habrá tortura alguna que me obligue a desvelar el cómo ni el porqué, ni siquiera cuando el cuándo o el dónde. Si quieren saber, que pregunten, que amenacen como les dé la gana, que bramen o que insulten. Me es lo mismo porque nada ya puede afectarme. Nada me va a hacer cambiar un milímetro. No seré yo quien les ponga en la senda de tus ojos.

No te traicionaré jamás. No violaré tu nombre tantas veces negado para transformarlo en un mero signo vacuo, insignificante, la pieza perdida de un rompecabezas o la clave inexplicable de un absurdo enigma, o, peor aún, en la solución de un sencillo crucigrama o de un estúpido jeroglífico, un burdo símbolo que nada simboliza porque carece de cuerpo, de volumen  de tu materia ausente tantas veces imaginada a mi lado, bajo mis yemas, pero dibujada con todo detalle en aullidos y espasmos.

No contaré a nadie lo que he visto y oído durante no recuerdo cuántas noches a través del silencio provocador de la oscuridad, cuando el más leve rumor se transforma en vendaval, en una terrible tormenta que arrasa cuanto encuentra a su paso, ni revelaré los primeros cuchicheos culpables, tal vez pudibundos, que luego devenían risas, risas y más risas, a veces grotescas e impúdicas carcajadas, otras, breves y tenues risotadas, al fin y al cabo risas alegres que yo sin dudarlo identificaba con cada fase precisa de aquel ritual siempre nuevo y redundante a que os entregabais, preludio ineludible de tus gemidos, desvergonzados e intermitentes, que lentamente terminaban por horadar mi cabeza.

No le diré a nadie todo lo que he ido descubriendo noche tras noche, cómo llegabas casi a escondidas, siempre dando pequeños golpes a la puerta. Había que silenciar tu venida: nunca tocabas el timbre, todo el mundo lo hubiera sabido entonces y hubiese hablado más de la cuenta. A veces yo aún no me había acostado. <<Venga>>, me decía él, <<que si no mañana no habrá quien te haga levantar>>, olvidando que ya no era un niño, que ya no me conformaba con el vaso de leche caliente y un triste beso en la mejilla, negándose a sí mismo la evidencia de que ya tenía edad para rastrear en mi propio cuerpo hasta llegar al mismísimo tuétanos, sin querer comprender que estaba en condiciones de saberlo todo. Tampoco contaré cómo esperaba yo cada vez más ansioso tu aparición por el pasillo, tu entrada en el salón y tu voz que siempre me decía <<¿a que sabías que era yo? Tengo la sensación de que soy un reloj, marcando las horas a los demás>>. Y entonces yo te  sonreía y tú me sonreías a mí, aunque tal vez nunca imaginaras que detrás de mi ridícula sonrisa anidaba un amor prístino e inocente que no obstante cobijaba los más intensos estallidos corporales. Luego, con una celeridad cada vez más injustificada, llegaba él y me expulsaba de aquel espacio que también me pertenecía pero que jamás consentía compartir conmigo en tu presencia. Yo estaba de más, sobraba porque tú lo eras todo.

A quienquiera que me pregunté le diré que no os oía, que no permanecía atento a cada minúsculo sonido vuestro, que no trataba de descifrar en el más leve roce el vivo movimiento de tus músculos, un meneo cualquiera de tus muslos, tu torso estirándose hasta curvarse como un arco sobre él, incluso tu cabello agitándose en oleadas sobre tus senos: que no oía tu respiración jadeante, pausada primero, reprimida para no dejar huella, pero desbocada después cuando los sentidos comenzaban a abotargar la prudencia, cuando te olvidadas de los muros de tu alrededor y de los fantasmas que los habitan.

Yo iba reconstruyendo sobre mí mismo cada uno de los giros que tu cuerpo me ofrecía desde la habitación contigua, más excitantes cuanto más silenciosos, cuanto más oscuros. Sé que también hablabais, que os contabais secretos el uno al otro, pero eso a mí me importaba un bledo; no eran palabras lo que buscaba mis dedos, la espiral obsesiva a la que se entregaban mis sentidos, y menos aún cuando esas palabras fueron ganando volumen y los susurros cómplices del principio acabaron suplantados por voces altisonantes y destempladas frases de tragedia.

Él siempre ha sido así: brusco, zafio, dañino. Jamás llegaré a comprender por qué llegabas hacia él y le permitías violar tu apariencia exquisita. Quizá te atrajera precisamente eso, su rudeza, su falta de temple, sus modos primarios de labriego que surca tu cuerpo como tierra hosca e insensible. Y quizá por eso tus gemidos obscenos delataban una pasión desaforada, el regreso a un orden primitivo y básico, ajeno por completo a cualquier tipo de sutilezas, gemidos que en mis oídos sonaban sin embargo como la música más excelsa que haya compuesto nadie. Con cada jadeo tuyo sentía yo también la proximidad de aquel universo y desnudo que hasta entonces desconocía, y creía entender el misterio que te había guiado hasta aquella sima para terminar seducida por el animal sangrante que era él.

Pero tú eras otra cosa.  Tú eras suave y delicada, eras frágil, tenue como tus propios suspiros. La belleza es algo etéreo, tan sutil que no diré que eras bella – para mí eras, desde luego, la representación más perfecta de la belleza que pueda imaginarse-, pero sí que poseías una apariencia tan limpia y unos ojos tan sonrientes que no creo que exista hombre en el mundo capaz de resistirse a la más esquiva de tus miradas.

Él ni siquiera nos presentó. Tú llegaste y yo me tuve que ir. No supe quién eras hasta que te oí, al otro lado de la pared, acurrucarte como una serpiente bajo sus sábanas. Y ahí comenzó mi martirio y mi gozo al mismo tiempo, un sufrimiento sordo que ha llenado mis noches de placer y de ensueño. Fue entonces cuando empecé a sentir sobre su piel tus dedos sabios y presentí bajo tus ropas tus aristas de hembra orgullosa y candente, la calidez de tus labios y la humedad de tu lengua dentro de tu vientre.

Yo también me lancé a vivir una historia de amor incompleta, una historia cuyos capítulos comenzaban invariablemente en el mismo momento en que tus nudillos golpeaban la puerta y entrabas y me decías <<ya está aquí otra vez el reloj de tu sueño>> y yo pensaba <<bendito sueño>< y él venía y me mandaba a la cama sin que tú añadieras nada. Porque podías haber dicho <<déjale que se quede, total no molesta, a lo mejor solo quiere estar, ver, mirar, porque seguro que sabe, cómo no va a saber si ya es un hombre, todo un hombre, ¿o es que piensas que los hijos no crecen?>>. Pero nunca decías nada y te conformabas con verme marchar resignado a mi habitación a escuchar lo que nunca contaré a nadie mientras vosotros dos os quedabais a solas, revestidos de total impunidad, protegidos de toda ignominia, porque nadie excepto yo podría ver ni contar lo que hacíais y lo que no.

Pero no temas. De mi boca jamás saldrá palabra alguna que destape los milagros y prodigios que urdisteis entre aquellas cuatro paredes donde os cobijabais a mis espaldas. Ni siquiera hablaré de aquella noche opaca en que oí tus pasos en el pasillo, quizá en busca del baño, tal vez impelida por un insomnio traicionero a deambular como un fantasma errante, a lo mejor en espera de alguna mágica presencia o de la apariencia imprevista de alguna sombra reconocible, o puede que dominada por una sediciosa curiosidad a penetrar en mi espacio sagrado nunca antes vulnerado por hembra ajena, porque hacia aquí te diriges, aquí vienes, ya oigo tus pasos cada vez más sólidos, más vigorosos, y después escucho cómo abren muy despacio la puerta y tus pies descalzos llegan hasta mi lecho, quieren abrir mis párpados firmemente cerrados, despertar la timidez de mi tiempo con la codicia de tu cuerpo, es tu olor el que va invadiendo mis sentidos, ocupando un lugar junto a mí, hundiéndose en mi propio colchón, y observo cómo tus ojos sonrientes me miran, miran los míos tan firmemente cerrados que delatan mi vigilia, la noche es oscura pero tú me ves, estoy seguro, como yo también te veo aunque todavía no he abierto los ojos, desnuda a mi lado, sentada junto a mí, los pechos tan próximos que si moviera un solo dedo podría tocarlos, y tu sexo tantas veces profanado pero libre por fin de los disfraces con los que te conozco me saluda, pero solo miras cómo no te miro, cómo me resisto a tu influjo, porque sé que si abro los ojos ya no habrá nada que pueda apartarlos de ti. Estás así uno, dos, cinco, diez minutos, tal vez media hora, quizá toda la noche porque aunque te vas tu aroma se  queda, tu semblante permanece a mi lado, incólume, intenso, embriagador, invade la estancia y se posesiona de ella, y solo desaparece cuando la voz tosca de mi padre me llama para ir al colegio.

No diré nada. Lo guardaré todo para mí como un secreto que alimenta cada noche el vacío de mi existencia. Porque fuiste de mi padre y también mía, no lo dudes, yo también te poseí en cada ocasión, a través de los muros, gozando con cada uno de tus gemidos y sintiendo como propio cada uno de tus orgasmos. Y por eso también sufrí contigo los reproches injustos, la mano severa que osó rozar tu mejilla y tu odio violento por aquel ser brutal e ingrato que durante tanto tiempo te tuvo a su disposición para saciar sus instintos más primarios. Yo oí, sí, aunque tapaba mis oídos y cerraba los ojos, también oí los gritos y los golpes, las lágrimas y las peleas, las acusaciones mezquinas, las amenazas cobardes, el poder que confiere la fuerza, porque estabas atada a él, no quise oírlo pero al final lo supe, sometida a su entera voluntad. ¿Qué pasaría si se enteran?, decía él, lo decía una noche tras otra, porque tú ya estabas cansada, aburrida de tanta zafiedad, aspirabas a algo más humano, más cálido. Pero él anudaba más y más el lazo, eres mía, enteramente mía, porque nadie quiere perder lo que posee, lo que es suyo y de nadie más. ¿Quieres que les cuente dónde te encontré?, y aunque me negaba a escuchar, las paredes son demasiado delgadas. Yo quería tus gemidos, tus aullidos de placer, tus espasmos desaforados, no estas diatribas crueles y despiadadas que solo buscaban causarte daño, hundirte, derrotar tu dignidad y tu orgullo.

Por eso, aunque sabía, jamás osé juzgarte. Era él y no tú quien había traspasado los lindes del oprobio, quien se había dejado dominar por la codicia y el egoísmo, lo quiero todo, todo, el mundo que representas y lo que no he tenido, y a ti solo te quedaba el lamento, el llanto sin lágrimas o el precipicio. No hay alternativa. Él marcó tu número y tú, sin darte cuenta, acudiste a su llamada porque tu anuncio era limpio y claro, estudiante, dieciocho años, inhibida y complaciente, salidas a domicilio, dijiste un precio y él aceptó, al fin y al cabo no pedías mucho, cuando se quiere dinero no se está en condiciones de exigir, y tú aspirabas a llegar demasiado lejos, demasiado pronto. Fue nada más verle cuando os reconocisteis. Él, que te había tenido en sus brazos tan chiquita, que te había visto crecer aunque fuera de lejos, libre de su influjo, ajena a su deseo, un deseo inconsciente tantas veces castrado y tan calladamente vivo, que no encontró obstáculo para renacer de nuevo con idéntico vigor que antaño, cuando él y tu padre todavía trabajaban juntos; y tú, la pequeña que todo lo tiene y que se sabe adorada por todos, pizpireta y altiva pero deliciosa, cada vez más independiente, más suficiente, más lejos de él hasta desaparecer por completo en el momento de la mágica transformación, ese instante milagroso en que caderas, senos y sueños insondables daban forma a tu cuerpo adolescente.

Y llegaste a temerle tanto que ya no había marcha atrás. Repetiste de nuevo porque pagaba bien, al fin y al cabo qué más da, él tiene lo que yo quiero y yo le doy lo que él me pide, pero la pasión se alimenta de sí misma, su voracidad no tiene límites, aunque eres joven deberías saberlo, y acabaste por encontrar en ello algo de lo que tu vida monótona  carecía por completo, un ingrediente básico que todos te habían negado hasta entonces: rasmia, vigor, nervio. Te entregaste con demasiado energía sin saber que él estaba falto de calor desde mi madre, hace ya no recuerdo cuántos años, tú me has hecho olvidarla, olvidar que existió, que incluso llegó a haber otra época, otro tiempo pretérito en que yo aún no era quien soy sino un proyecto lejano de otros, porque parece que el mundo se hubiera creado hace unos meses tan sólo, cuanto tu luz comenzó a iluminar nuestra vida y sustituiste el sol marchito del olvido por una nueva estrella fulgurante y grandiosa.

Sé que vendrán a mí y me sentarán en una silla rodeado de ojos ávidos y oídos insaciables. Querrán saber, que les cuente todo, tus gemidos y tus llantos, tus temores y tus ambiciones. Pero de mí no saldrá palabra alguna que les conduzca a tu sueño, que les permita entrar en tu letargo. Duerme tranquila, yo me encargaré de que no te despierten. No hiciste nada malo, no hay razón para que te castiguen. Él se lo merecía y tú sólo le diste lo que andaba buscando. Porque cuando se acorrala a la fiera, lo mínimo que se puede esperar es que salte al cuello del verdugo si esa es su única escapatoria. Y eso fue ni más ni menos lo que hiciste: huir presa del pánico, del miedo al sufrimiento, a las humillaciones y a las venganzas.

Él te lo dijo una noche, te lo contó casi sin darse cuenta, una tonta anécdota a la que apenas se presta atención, solo para romper el silencio, estabas tan pletórica, tan llena que toda palabra parecía inútil, para qué añadir nada si todo estaba de más. Pero él insiste, hoy he visto a tu padre, hacia años desde la última vez que hablé con él y solo con oír mentar su nombre tú te callas y mudas tu expresión para transformarla en la más cruda manifestación de horror, de atroz desasosiego, el que inmoviliza voluntades y revela secretos. Él, aunque no es listo, lo entiende enseguida: has caído en sus redes. No te preocupes, te dice al instante, no le he dicho que nos vemos, que te anuncias en los periódicos, que habitas en la sección de contactos porque quieres llegar pronto a lo más alto, porque vives seducida por el lujo y el despilfarro, porque te gusta disfrutar de los placeres sin límites, porque sigues siendo la niña que todo lo quiere y todo lo desea. Por eso no soportarías que se enteraran, que todo el mundo supiera lo que mi padre y yo sabemos, porque lo perderías todo, absolutamente todo: tu madre llorará de desesperación y tu padre te mataría y después te despojaría de tu filiación para que te vieras obligada a mendigar, a no ser nada, a no tener un mundo propio y una vida fácil fuera de preocupaciones, a rogar a los demás un poco de piedad, por favor estoy sola y sin casa, no tengo nada, porque me lo han quitado todo, apiádense de mí.

Cuando me aten con sogas a la silla y me abofeteen y me golpeen no diré que quisiste romper ese vínculo pernicioso y volver a ser quien eras, pero que solo conseguiste anudar aún más el lazo, cuanto más te movías más prisionera te sentías, ahora no me vengas con esas, lo que me faltaba por oír,  a partir de ese instante ni siquiera me pidas dinero, él te acorrala cada vez más, has tratado de ir demasiado lejos y has descubierto que el mundo tiene fin, que no es redondo sino plano y que termina en un inmenso precipicio: has ido tan deprisa y tan ciega, como si te faltara tiempo para todo, que has acabado por tocar fondo demasiado pronto.

Tú cediste. ¿Qué otra cosa podías hacer? Él te estaba robando la juventud, la alegría, la ilusión eterna, y aún así tus gemidos seguían multiplicándose cada noche, llenando el silencio del mundo, aliviando la angustia de los perezosos, penetrando en mi cabeza como aguijones de placer, de éxtasis, de envida, de deseo inalcanzable. Pero ya no eras la misma, ya no me sonreías al llegar por el pasillo ni me decías soy el reloj que marca tus sueños.

Todavía me queda mucho que aprender de la vida, soy muy joven, lo sé, un aprendiz de casi todo, novato en todas las artes, profano incluso de mí mismo, pero vi dolor en tu mirada, un dolor profundo y ávido que me hirió en lo más íntimo, un tormento callado que traspasó el espacio de los muebles y los cuerpos y se metió dentro de mí como antes se metían tus aullidos y tus jadeos y tus espasmos incontrolados. ¿Por qué?, te pregunté sin que me oyeras, ¿por qué no le pones fin de una vez? Pero noche tras noche volvía a escuchar tus gemidos y el sonido de tu cuerpo revolviéndose como una serpiente y casi no comprendía porque un segundo después venían de nuevo los reproches, las amenazas, los silencios y los golpes, tus ruegos encarecidos y sus negativas sin remedio. Él disfrutaba humillándote y ultrajándote, teniéndote entera a su disposición, obligada a ceder a todos sus caprichos, vejada por puro placer, falta de vida y de voluntad. Hasta que no aguantaste más.

Ni cuando me arranquen las uñas y vacíen mis ojos diré palabra alguna de lo que oí anoche tras los muros, por primera vez en mucho tiempo ni un solo reproche, ni una manida frase malsonante, ni una inútil súplica. Escuché con todo detalle tu silencio, su gesto de triunfo, su rostro mezquino, oí también tus ropas cayendo al suelo, deslizándose por tu cuerpo, su sonrisa colmada por el éxito, tu entrega servil y su placer inaudito, tus aullidos trepidantes como nunca, eternos, interminables, muriéndote en cada espasmo, vibrando en cada movimiento, vaciándote como nunca te había oído antes, vertiendo sobre él hasta la última gota de tu ser, dándote toda, sin límite ni mesura. Y después, como culminación aquella cruel ceremonia, momento cúspide del sacrificio, oí como lo mirabas jadeante, tú agotada hasta la extenuación, él derrotado por tu poder de hembra vigorosa, confiado a tu sabiduría como hacía noches no lo estaba. Y entonces, justo en ese momento, rendido por fin a tus pies, entregado por completo a tu voluntad, hincaste sobre su pecho aún palpitante el punzón frío y metálico y traspasaste de un solo golpe el centro mismo de su corazón.

No tengas miedo, mi amor, no sufras más. Yo mismo borré tus huellas e hice desaparecer hasta el último indicio de tu presencia. Nadie te vio nunca entrar ni salir, nadie sabrá quién estuvo anoche en esa cama ni por qué llenaste de sangre el lecho sagrado. No eras la primera mujer a quien llevaba a casa, antes que tú hubo muchas, jóvenes y viejas, gordas y delgadas, hermosas y feas, decenas quizás, cientos tal vez, puede que miles, qué más da, pudo ser cualquiera de ellas, que investiguen todo lo que quieran, los vecinos que no saben dirán sin embargo que no tenía buena reputación, que frecuentaba compañías poco recomendables, ya ve usted, con un hijo tan pequeño, pobrecillo, lo que habrá visto y oído, todos esos escándalos, pero yo no diré nada porque nada sabré, porque perderé mi lengua y mis dientes si hace falte antes de revelar tu nombre, antes de describir tu rostro que nunca más volveré a ver, porque te fuiste para siempre.

Ya no vendrás más a marcarme el sueño, ya no podré volver a dormir abrigado por tu respiración y tu silencio. Aquel punzón me hirió a mí también sin tú saberlo, porque bajo su cuerpo estaba también el mío, invisible pero cierto, gozoso y lúbrico. Me sacarán de esta casa y clausurarán mi cuarto, y más tarde derribarán los muros para que no quede nada de ti, ya no serás para mí más que el deseo incompleto de una noche trágica.

Están a punto de llegar, lo siento, oigo sus pasos trepando por la escalera. Primero echarán la puerta abajo, después violarán le pasillo por el que aún te veo entrar sonriente y eterna, luego vendrán hasta mí y me quitarán el punzón de la mano, pero nunca les diré todo lo que sé, lo que he escuchado cada noche a través de los muros, las voces y los susurros que me adormecían el mundo imposible que me regalabas a cambio de nada ni contestaré a ninguna de sus preguntas, hay veces que saber no arregla nada. Me llevarán a oscuras estancias y me encerrarán como se encierra a las bestias, condenado a vivir a pan y agua, sucio y humillado, ya lo sé, y por tanto lo asumo, no me da miedo, porque solo con cerrar los ojos regresarán a mi tus jadeos promiscuos y tus convulsiones, la fragancia de tu sexo que desde aquella noche impregna cada ángulo de mi dormitorio, y volverán además henchidos y vivos, pletóricos, inmensos como las primeras veces, porque ya nada te une a nadie, ni nadie me robará más tu saludo, ahora que ya eres libre para siempre.  

Cicatrices, Carlos Manzano. Ed. Bubok.

               http://www.carlosmanzano.net/

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