viernes, 22 de julio de 2011





Un héroe es todo aquel que hace lo que puede cuando los demás no hacen nada”, Romain Rolland

No es habitual encontrar dentro de las colecciones de literatura juvenil propuestas tan arriesgadas como ésta que muestra la difícil convivencia entre un niño y el asesino de sus padres.

Lo asombroso del relato es cómo la autora narra la evolución psicológica de los personajes. El asesino llegará a sentir verdadero aprecio por ese niño al que se ve impelido a criar, hasta el extremo de pedirle que lo llame padre. Por su parte, el niño, poco a poco irá descubriendo que ese ser frío, calculador y homicida es capaz de emocionarse o llorar. Bajo esa costra de inmundicia se esconde un corazón, pero no es un corazón normal; es un corazón que no ha sentido nunca el engranaje de los sentimientos. Durante muchos años, lo único que ha hecho Ángel Alegría es luchar por su supervivencia, sin conciencia.



Sin necesidad de negociación, puesto que el niño no supone ningún peligro para el adulto, ambos se irán poco a poco acostumbrando a moverse por el reducido espacio de las emociones del otro, hasta que se forje una coexistencia digna, y ambos comiencen a sentir curiosidad por el otro.



La escritora Anne-Laure Bondoux, ganó con “Las lágrimas del asesino” el prestigioso premio  Sorcières, en el 2004, que reconocía ante todo el trabajo de creación del libro, no obstante para ella el mejor premio fue el beneplácito de los adolescentes que se sintieron conmovidos por esa transformación del asesino, al que terminan concediendo el beneplácito de la duda.



La historia comienza cuando Ángel Alegría llega hasta el confín de Chile huyendo de sus crímenes pasados. Su vida hasta ese momento se ha visto  marcada por la carencia  y la humillación constante. Siempre ha sido un asesino y se ha creado un código peligroso y perpetuo, el que marca la violencia. Sin embargo, y tras el asesinato de los  padres de Paolo, se ve incapaz de matar al niño y decide confiscarlo para que viva a su servicio.

 Después llegará Luís, otro ser desarraigado, que huye de sus miedos y busca el aislamiento. Entre los tres se crea un espacio prodigioso, una nueva razón  guiará los  movimientos de los dos adultos, entre los que establece una pelea muy sutil, ambos destierran las fisuras de su experiencia pasada con la esperanza de ganarse el aprecio del chico.

 La existencia de Ángel se va llenando de dignidad ante el coraje del niño que es capaz de llamarlo papá para evitar que mate a Luís y vuelva el terror de la violencia. Luís adiestra al chico, le enseña libros y pretende enseñarle a leer, lo que provoca el terror de Ángel, quien vuelve a sentirse amenazado, siente que le están arrebatando al chico y no está dispuesto a consentirlo.



La necesidad de ir a la ciudad parece presagiar la catástrofe. Ángel volverá a sentir el deseo de confiscar la libertad,  ese instinto asesino y Luís volverá a someterse a sus debilidades hasta el punto de huir nuevamente, en este caso, acompañado de una joven que se aventura a fugarse con él al territorio ilusorio de lo desconocido.



En un momento dado, el niño manifiesta su deseo de lanzarse al  precipicio,  un espacio blanco y vacío que se cierne ante él como la única salvación posible. El asesino, aterrorizado, lo salvaguarda del peligro, consigue que renuncie a preguntarse sobre lo que lo rodea o siente; lo separa de la fuga más íntima. Y cuando el niño ve como Luís se dispone a huir percibe cuán ecuánime es la vida que le permite permanecer al lado de Ángel.  Ángel  se ha ganado  el reconocimiento del niño quien no teme al futuro, un niño que únicamente escucha su voz y en el que proyecta toda su nueva identidad pese a que es consciente de que en cualquier momento puede transfigurarse y retornar la ira pasada.  Sin embargo el poder del niño le desnuda y aleja de lo que ha sido.



Con un lenguaje desnudo Bandoux se interesa por esa conciliación que supone la transformación de un asesino en casi un padre para un niño, quien desterrará el odio  y cuya progresión se va enriqueciendo gracias a la sombra del asesino de sus padres que lo protege día a día.  El impactante juego de contraluces entre los protagonistas y su entorno retrata al hombre paradójico, caótico, contradictorio, capaz de crecer. Los instintos se pliegan y se redescubre la complejidad laberíntica del alma humana.







En cuanto las primeras gotas se estrellaron en el polvo y en la lengua de Paolo, Ángel Alegría sacó su navaja y la clavó en el cuello del hombre, a continuación, en el de la mujer. En la mesa, se mezclaron la sangre y el vino, enrojeciendo para siempre las profundas ranuras de la madera.

Ese no era el primer crimen de Ángel. En el lugar de donde venía, la muerte era moneda corriente. Ponía fin a las deudas, a las disputas de borrachos, a las infidelidades de las mujeres a las traiciones de los vecinos o, simplemente, a la rutina de un día sin distracción. Esta vez era el final de un vagabundeo de dos semanas. Ángel estaba harto de dormir al raso, de hir cada mañana un poco más hacia el sur. Había oído decir que esa casa era la última antes del desierto y del mar, el refugio ideal para un hombre buscado: allí era donde quería dormir.

Cuando el pequeño Paolo volvió, calado hasta los huesos, descubrió a sus padres tirados en el suelo, y comprendió. Ángel le esperaba con la navaja en la mano.

-Ven aquí- le dijo.

Paolo no se movió. Vio la hoja manchada, la mano que la empuñaba, el brazo que no temblaba. Sobre el tejado de chapa ondulada, la lluvia parecía tocar el tambor, como en el circo antes del salto mortal de los trapecistas.

-¿Cuántos años tienes? – preguntó Ángel.

- No sé.

-¿Sabes hacer una sopa?

El hombre apretaba el mango de la navaja, pero no llegaba a decidirse. El niño, muy pequeño, muy sucio, muy mojado, estaba allí de pie, ante él, y el no podía imaginarse cómo poner fin a su vida. Un inesperado latido de su conciencia, o quizá un poco de compasión retuvo su brazo.

-Nunca he matado a un niño- dijo.

-Yo tampoco- contestó Paolo.

Esta respuesta arrancó una sonrisa a Ángel.

-¿Sabes hacer una sopa, si o no?

-Creo que sí.

-Entonces, hazla para mí.

Ángel guardó la navaja. Apartó con cierto alivio al chico. Se decía que no merecía la pena matarlo. El pequeño no le impediría dormir ahí, y además, resultaría de ayuda, porque le enviaría al pozo a buscar agua, en lugar de ir él.



Ángel alegría era buscado por la policía de Talcahuano, de Temuco y de Puerto Natales. En las tres ciudades había asaltado a ancianos, extorsionado a jóvenes y asesinado a los que le habían estorbado. Sus víctimas no tenían rostro y él mismo nunca había tenido ocasión de mirarse al espejo. Su mundo estaba poblado de siluetas, de sombras amenazantes que espantaba como si de una nube de moscas se tratara.

De pequeño había visto morir a su padre. Respecto a su madre, apenas la había conocido. Desde muy pronto, se había tenido que desenvolver solo para sobrevivir, siguiendo la ley de la calle y de la miseria.

Jamás había poseído otra cosa que su navaja y su fuerza física, el dinero robado corría entre sus dedos como el agua de los torrentes. Una o dos veces había creído estar enamorado de una mujer, sin que eso aplacara su temperamento irascible. Estas historias habían acabado como el resto, en catástrofe, en gritos de dolor y en carreras por la escalera de incendios. Ángel Alegría no era una persona recomendable y, menos aún, para educar a un niño.

Y  sin embargo, vivía con Paolo, en la casa del fin del mundo, rodeada por los vientos, las lluvias, las nieves y los cielos. Paolo, pequeño e ignorante, no tenía mucha elección. El asesino se había instalado en su casa y tenía que convivir con él.


-Llámame papá- mandó.

- No.

-Te lo ordeno

- Mi padre está ahí abajo- replicó Paolo señalando el montículo.

Ángel se dio la vuelta. Esa tumba, en medio del hermoso camino que conducía al huerto, le atormentaba. Su presencia silenciosa le recordaba sin cesar que había cometido errores. Era la prueba de su crueldad, de su estupidez, de su impotencia. De vez en cuneado, Paulo depositaba allí algunas flores silvestres. Sus ojos permanecían secos, pero sondeaban la profundidad de la tierra como las barrenas de una plataforma de extracción de petróleo. Allí estaban contenidas todas las preguntas que el niño no le hacía y, a su vez, todas las respuestas. Ángel sentía cierta envidia al verle parado ante aquel montón de tierra.

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